Tenía nueve años recién cumplidos cuando confeccioné mi primer cuaderno. Para una cirugía de poca importancia, habían decidido someterme a una anestesia general. En realidad, perder la conciencia me daba pavor. Morir no era la cuestión. La cuestión era dejar de ver. Debía, pues, por todos los medios...
Tenía nueve años recién cumplidos cuando confeccioné mi primer cuaderno. Para una cirugía de poca importancia, habían decidido someterme a una anestesia general. En realidad, perder la conciencia me daba pavor. Morir no era la cuestión. La cuestión era dejar de ver. Debía, pues, por todos los medios, mantenerme despierta para contrarrestar el efecto de la anestesia. Así que decidí concentrarme y observar. A partir de entonces, la voluntad de observación nunca me abandonaría. Tampoco los cuadernos, que no sólo fueron una herramienta eficaz sino una forma de saberme. La escritura vino a ser mi manera de reconocerme, pero también –de eso me daría cuenta más tarde– mi manera de oír lo que me precede. No sería, no obstante, hasta mucho más tarde, al entrar en contacto con ciertas técnicas de Oriente y comprender, en sus textos, su significación y su propósito, cuando entendí que esta escritura mía y la observación que comporta podían convertirse en método para la cuestión que desde siempre me había inquietado. Algo concreto podía –debía– en efecto observarse, que no era ni el relato de los hechos, ni las reflexiones que pudiesen hacerse al respecto. Algo que, detrás de los párpados, seguía en todo momento representándose para una conciencia despierta. En las páginas que siguen trataré de mostrar que la escritura de estos diarios responde a la práctica de una observación que terminó siendo método. No tengo dudas de que, en épocas oscuras, la educación que se precisa es esa observación. Ver sucederse los actos mentales, saber distanciarse de ellos, disminuir el ansia que producen, podría dar lugar a una ética que reemplazase la moral defensiva, hiciera del respeto la norma de convivencia y de la humildad la regla del entendimiento.
Al final, una vida es bien poca cosa. Como refiere el haiku que Kobayasi Nobuyuki (conocido por el nombre de Issa) escribiera antes de morir, en el invierno de 1827, entre una y otra tina, ¿quién ha entendido nada? Entre la cuna y el ataúd, tan sólo palabras vanas. Si alguna rara vez aún así sigo pensando que el camino recorrido entre una y otra tina ha valido la pena es por haber aprendido a situarme en los límites en los que el discurso pierde pie. Aunque, bien pensado, lo más probable es que tampoco eso importe. Ch. M.
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